sábado, 22 de mayo de 2010

Una mañana de domingo en el Rastro

Hace trece años que llegué a Madrid, y una de las primeras cosas que hice fue ir al Rastro con mis padres. Desde entonces he vuelto unas cuantas veces, y hay algo muy característico: Si subes Ribera de Curtidores, contra la marea o a favor de ella pero siempre con marea,
 puedes hacer un estudio de la moda actual (más de a pie que las pasarelas, pero algo es). Esó sí, el carácter castizo que no se pierda.
 Puedes encontrar desde maletas a pulseras, abanicos y camisetas... hasta estatuas de buda vendidas por amantes de los animales, si quieres algo seguro que lo vas a encontrar allí.
Pero no es esto lo que más me gusta del Rastro. Lo mejor es salirse de las grandes calles y meterse por las callejuelas. Por esas de paredes pintadas y aceras estrechas. En las que los puestos no son estructuras sino mantas en el suelo. En las que puedes comprar desde pomos de puertas hasta cámaras antiguas.
Ahí es donde descubres el verdadero mercadillo sucio, polvoriento y famoso. Ese que te permite comprar cosas que jamás habríais imaginado. Para fetichistas de lo antiguo y melancólicos de sus juguetes de infancia o revistas de adolescencia. 
A media hora de la Pradera de San Isidro se descubre a los verdaderos chulapos y chulapas. Esos que cada fin de semana iban al Rastro y luego se dirigían a la Pradera a comerse las rosquillas, las tontas y listas, al ritmo del organillero. Esas mañanas de Madrid.

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